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Jesús es aún mi Salvador

ALAN PARKER

Lo dije con cuidado: «No creo que puedas vencer esto». Dejé que las palabras flotaran en el aire y observé con detenimiento el rostro del estudiante, para ver su reacción. Su expresión mostró incredulidad. «¿Está diciendo que no puedo hacer nada al respecto?» Hice una pausa y escogí con cuidado mis palabras.

«Por tu cuenta, no puedes. Estás indefenso, pero no sin esperanza». Volví a mi estante y saqué un ejemplar gastado de El camino a Cristo, de Elena White. Leí de la página 18: «Es imposible que esca­pemos por nosotros mismos del hoyo de pecado en el que estamos sumidos. Nuestro corazón es malo, y no lo podemos cambiar».

Puede parecer extraño decirle a alguien que no puede cambiar. Muchos quieren consejos, un medicamento o una estrategia; y puede ser que esos enfoques sean valiosos. No obstante, ¿qué pasa si el problema, en su centro mismo, es el pecado? Algo que no pueden cambiar. Entonces, la solución requiere algo más radical y profundo. Requiere de un Salvador.

MALAS Y BUENAS NOTICIAS

Uno de mis libros favoritos de la Biblia es Romanos. Es la explicación más convincente del evangelio que conozca. Pero sorprende la manera en que Pablo inicia su argumento del evangelio. Sus primeros tres capítulos llegan al punto crítico en 3:23: «Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios».

Ese es el punto de partida de Pablo. Somos pecadores. Estamos viviendo quebrantados, alienados de Dios, de los demás, y de nosotros mismos. Es difícil aceptar que el problema real es el pecado, pero conocer nuestra condi­ción nos permite recibir la cura correcta. Si me quiebro la pierna, no esperaría que el médico me diga que camine apoyándome en ella. No, la mala noticia de mi pierna quebrada me prepara para mejores noticias: hay un cirujano que acomoda los huesos y puede ponerme en la senda de la sanación.

En su esclarecedor libro Cómo cambian las personas, Timo­thy Lane y Paul Tripp comentan lo siguiente: «Solo cuando aceptamos la mala noticia del evangelio, la buena noticia cobra sentido. La gracia, la restauración, la reconciliación, el perdón, la misericordia, la paciencia, el poder, la sanación y la esperanza del evangelio son para los pecadores. Son solo significativos si admitimos que sufrimos la enfermedad y nos damos cuenta de que es terminal».1

ENFOQUES ERRÓNEOS DEL PECADO

Una vez que nos damos cuenta de que el problema real es el pecado, tenemos que aceptar la solución de Dios para él. Desafortunadamente, aun los cristianos tratan al pecado de manera inapropiada. El primer enfoque erróneo es la apatía. Resulta de una visión sentimental de Dios: pensamos que da su perdón gratuitamente sin requerir un cambio u obediencia radicales. Dietrich Bonhoeffer, autor de El costo del discipulado, la denomina «gracia barata». Es una «gracia» que nos ofrecemos a nosotros mismos y que es, por lo tanto, una gracia sin Jesús.2

Una persona que no siente la necesidad de cambiar, no lo hará. No experimentará la victoria porque no siente que se la requiera o que pueda obtenerse. Esa es una falsa perspectiva del evangelio, porque ve a Dios como quien se ocupa del pecado sin tener que cambiar al pecador.

Otro enfoque erróneo del pecado es la vergüenza. Se basa en la idea de que tenemos que avergonzarnos de lo que hemos hecho cuando nos equivocamos. Cuanta más vergüenza sentimos, más «arrepentidos» estamos. La vergüenza es diferente de la culpa porque esta nos lleva al Salvador, pero la vergüenza nos aleja de Dios para caer en nuestros propios sentimientos. Adán sintió vergüenza en el Edén en lugar de culpa, y corrió para alejarse de Dios.

La vergüenza es particularmente inefectiva con el pecado porque es una forma de autoexpiación. «Si me obligo a sentirme lo suficiente­mente mal, entonces mi pecado será borrado». Eso aumentará la proba­bilidad de que pequemos, porque podemos ocuparnos del problema sintiéndonos mal. «Si me equivoco, me sentiré muy mal después, y entonces podré seguir adelante».

Un último enfoque erróneo hacia el pecado es usar estrategias que procurarán controlar o administrar nuestra conducta. Esto también es inefectivo. La mala o errónea conducta es tan solo el fruto de una podredumbre más profunda. Poner filtros en la computadora no cam­biará el deseo de ver pornografía. Con el tiempo, una persona empecinada encontrará la manera de vencer los filtros. El problema real es el corazón y sus deseos (Sant. 1:14, 15). A menos que cambiemos nuestros deseos, las conductas seguirán repitiéndose.

Entonces, ¿cómo cambiamos el corazón? El camino a Cristo describe tanto el problema como la solución. «No puedes expiar tus pecados pasa­dos, no puedes cambiar tu corazón y hacerte santo. Mas Dios promete hacer todo esto por ti mediante Cristo».3 Esta afirmación nos lleva de regreso al evangelio del libro de los Romanos.

LA SOLUCIÓN ES LA GRACIA

Una vez que Pablo nos dice que todos estamos sufriendo los terribles efectos del pecado, identifica una solución. Somos «justificados gra­tuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús» (Rom. 3:24). La solución al problema del pecado es un Salvador.

Hay tres frases claves en el versículo. La primera es «justificados gratuitamente». Conjura la imagen de la persona que está ante un juez que la declara «inocente». El veredicto viene directamente de Dios, quien, en lugar de colocar al pecador bajo justa condenación, lo libera. No obstante, ¿cómo puede un culpable ser declarado inocente?

La respuesta se encuentra en la siguiente frase, que expresa que esto sucede «por su gracia». La gracia se refiere a que Dios muestra favor por los que no lo merecen. Dado que nuestro pecado es en último término contra Dios, él es el único que puede perdonarlo. Aunque somos culpables, Dios ofrece gratuitamente su perdón. Sin embargo, no es gracia barata.

Billy Graham ilustra este punto. Lo culparon por estar conduciendo por sobre la velocidad en un pueblo del sur de los Estados Unidos y terminó en el juzgado. El juez determinó que era culpable, y le impuso una multa de diez dólares, un dólar por cada milla por sobre el límite. Era algo que tenía que pagar. Sin embargo, el juez reconoció al famoso evangelista, tomó entonces diez dólares de su propio bolsillo para pagar la multa, e invitó a Graham para que lo acompañara en la cena.4 La gracia fue dada libremente, pero se requirió un elemento adicional.

La frase final del versículo explica que la gracia se produce «mediante la redención que es en Cristo Jesús». La redención tiene que ver con la libertad comprada por precio. Si una persona era esclavizada por causa de las deu­das, podía ser liberada por un rescate; alguien pagaba sus deudas. Jesús pagó la deuda de todos nosotros.

Entonces, ¿cómo ayuda esto a una persona que lucha con conductas adictivas? En lugar de enfocarnos en el pecado, tenemos que enfocarnos en el Salvador. Jesús ya ha pagado el precio. Ya ha comprado nuestra liber­tad. Tenemos que vivir a la luz de esa realidad, y entonces esa libertad ya comprada se convierte en nuestra.

POR QUÉ NECESITAMOS UN SALVADOR

Al mirar a Jesús, descubrimos que nos ofrece tres soluciones poderosas para el pecado. Primero, Jesús abolió la penalidad del pecado. La Biblia dice que «la paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23), y que Jesús vino y cubrió ese costo por nosotros.

«Os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados. Él anuló el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, y la quitó de en medio cla­vándola en la cruz». (Col. 2:13b,14).

En segundo lugar, Jesús asestó un golpe de muerte al reino del pecado y su poder en nuestra vida. Pablo expresa que el pecado «no se enseñoreará de vosotros» (Rom. 6:14). Eso no significa que los deseos de pecar desaparecen. Significa que ahora opera un nuevo poder. La cruz mostró que Jesús tuvo éxito donde Adán fracasó. Los deseos humanos fueron conquistados, y el pecado pasó a ser ahora un enemigo derrotado.

Sin embargo, Jesús no solo es nuestro Salvador porque murió por nosotros, sino también porque vive para nosotros, intercediendo en nuestro favor. «Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compa­decerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir la misericordia y encontrar la gracia que nos ayuden oportuna­mente» (Heb. 4:15, 16, NVI). Obtene­mos la victoria sobre el pecado porque Cristo nos da la gracia y el poder que necesitamos cuando somos tentados.

En tercer lugar, Jesús vino como nuestro Salvador para que la presencia del pecado pudiera ser erradicada del universo. La lucha con el pecado no continuará para siempre. Nuestra paz futura está asegurada. Cada vez que alcanzamos la victoria sobre el pecado, participamos de esa futura realidad de un universo perfecto en el que el amor reina supremo y el egoísmo es desterrado. Cuando sabe­mos que hay una línea de llegada, podemos esforzarnos por terminar bien la carrera.

Ese es el mensaje del evangelio. La palabra «evangelio» significa buenas nuevas. Son las buenas nuevas de que el problema es el pecado, porque entonces la solución es un Salvador. Son buenas nuevas que la penalidad del pecado es removida en todos aquellos que habitan en Cristo por la fe. Son buenas noticias que el mismo poder que dio la victoria a Jesús es el poder que ahora tenemos disponible. Son buenas nuevas que Jesús es nuestro Salvador ahora en el cielo, intercediendo en nuestro favor. Son buenas nuevas que viene un juicio que removerá para siempre el pecado del universo.

LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE

Eso me lleva a un punto final sobre la solución divina. El cambio nos llega por la fe. No es fe en noso­tros mismos, sino fe en el Salvador. La fe no es tan solo una creencia sino una elección: es confiar en Dios y rendirle nuestra vida.

«Más aún, Cristo cambia el cora­zón, y habita en el vuestro por la fe. Debéis mantener esta comunión con Cristo por la fe y la sumisión continua de vuestra voluntad a él. Mientras lo hagáis, él obrará en vosotros para que queráis y hagáis conforme a su beneplácito» (véase también Fil. 2:12, 13).5

La justificación por la fe es cómo Dios nos cambia. No dependemos de la gracia barata para remover la exigencia de obediencia. No usamos la vergüenza o alguna otra estrategia para forzar el cambio. Nos volvemos a Jesús. Miramos a Cristo. Depositamos nuestra con­fianza en él y escogemos la senda de la entrega en lugar del camino de la confianza propia.

JESÚS AÚN ES MI SALVADOR

¿Qué sucedió con ese estudiante que luchaba con un pecado adictivo? Renunció a tratar de mejorar solo. Ese día, rindió su vida a Cristo. No fue un arreglo rápido, pero cuanto más miraba a Jesús, más cambiaba su corazón. En lugar de confiar en sí mismo, depositó su confianza en el Salvador. Y a medida que su corazón cambiaba, sus deseos cambiaron. Se enamoró de Jesús. Aprendió que, no importa lo que enfrente, «Jesús es aún mi Salvador». Y, alabado sea Dios, encontró la victoria.

1 Timothy S. Lane and Paul David Tripp. How People Change (Greensboro: NC: New Growth Press, 2008), p. 16.

2 Dietrich Bonhoeffer, The Cost of Discipleship. Revised ed. (New York: Macmillan Publishing Company, 1963; publicado por primera vez en 1937).

3 Elena White, El camino a Cristo (Boise, Id.: Pacific Press Pub. Assn., 1993), p. 51.

4 Progress Magazine, 14 de diciembre de 1992.

5 White, El camino a Cristo, p. 63.

Alan Parker es profesor de la Universidad Adventista Southern, donde también es director del Instituto Pierson de Evangelismo.

PARKER, Alan. Jesús es aún mi Salvador. Adventist World 05/2024, pp 10-13.

https://www.adventistworld.org/mayo-2024/

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